viernes, 27 de febrero de 2009

sábado, 21 de febrero de 2009

Cultura del amor frente a laicismo de Estado

El Arzobispo, Administrador Apostólico

Domingo 22 de Febrero de 2009

La historia reciente muestra la debilidad y el fracaso de una cultura social y política basada en el laicismo radical. Ningún Estado es Dios ni puede pretender ocupar su lugar ante la persona humana.

Las mismas relaciones familiares no pueden ser comprendidas desde un esquema de egoísmo materialista. Es más, cuando estas concepciones tan reductoras se imponen, las relaciones familiares se ven afectadas y dañadas en su mismo núcleo pues la estructura de la familia se apoya en el pilar del amor incondicional entre esposos y consanguíneos y en el extraordinario universo de virtudes humanas que hace aflorar la conservación, crecimiento y restauración amorosa, generosa, abnegada de cada uno de los vínculos familiares. Mientras el Estado es incapaz de amar, la familia es el santuario del amor y de la vida personales, la fuente primaria de humanización de la entera sociedad.

El triunfo del laicismo radical como ideología de Estado pasa también por el silenciamiento de Dios en la vida pública. En ocasiones, dicho silenciamiento se disfraza bajo nobles finalidades. Esto sucede cuando se quiere conseguir el consenso entre las diversas posturas pagando el peaje de mantener la ausencia de Dios, de omitir los principios de la ley natural o de prescindir del potencial humanizador del Evangelio vivido activamente desde la libertad religiosa.

El compromiso social y político de los católicos no puede en modo alguno aceptar esa censura intelectual y moral. Al contrario, la actuación de los católicos en la sociedad y en la política está impulsada por una cultura que acoge y da razón de las instancias que derivan de la fe y de la ley natural, y las sitúan como fundamento objetivo de proyectos concretos. La libertad sirve también para liberarnos de las presiones que intentan reducir la libertad religiosa a la conciencia singular o, como mucho, a la intimidad privada y familiar, sin derecho a que cada persona pueda expresarse legítimamente en sus ámbitos profesionales, artísticos y culturales, sociales y políticos.

Si falta ese ejercicio de la libertad religiosa, los mismos católicos condenan la vivencia y expresión de su fe a la clandestinidad social, limitando su creatividad y empobreciendo su aportación al bien común. Si aceptásemos esa restricción a la clandestinidad ¿no estaríamos negando el derecho a existir en la sociedad de nuestras tradiciones, costumbres, arte y cultura de inspiración religiosa? Este patrimonio es fruto de muchas y sucesivas generaciones, que lo han trasmitido vivo a las actuales para que éstas, incorporando su propia creatividad, la transmitan a las futuras. Esta sociedad no es patrimonio del Estado, sino de las personas, de los ciudadanos. Entre ellos están también los ciudadanos de religión católica.

El compromiso social y político del fiel laico en el ámbito cultural comporta hoy algunas direcciones precisas. La primera es asegurar a todos y a cada uno el derecho a una cultura humana y civil, que viene exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social.

Se trata de un principio básico que implica el derecho de las familias y de las personas a una escuela libre y abierta; la libertad de acceso a los medios de comunicación social, sin monopolios ni controles ideológicos; la libertad de investigación, de divulgación del pensamiento, de debate y de confrontación. El compromiso por la educación y la formación de la persona constituye, en todo momento, la primera solicitud de la acción social de los cristianos.

La segunda dirección para el compromiso del cristiano laico se refiere al contenido de la cultura, es decir, a la búsqueda de la verdad. La cuestión de la verdad es esencial para la cultura. El compromiso del cristiano en el ámbito cultural se opone a todas las visiones reductivas del hombre y de la vida, porque el compromiso cristiano está con la verdad y contra las diversas formas históricas de falsedad, mentira y alienación humanas.

En tercer lugar, los cristianos deben trabajar generosamente para dar su pleno valor a la dimensión religiosa de la cultura, que eleva la calidad de vida humana en el plano social y en el individual. En el centro de toda cultura está la pregunta que remite al misterio más grande: el de Dios. La verdadera religiosidad da vitalidad e inspiración. Cuando se niega, se relega, o se excluye la dimensión religiosa de una persona o de un pueblo se niegan también legítimos valores artísticos y culturales que entroncan en el derecho a la personalidad.

Animo a todos los fieles católicos y a toda persona de buena voluntad a romper con la cultura de la vaciedad y la desesperanza, para construir el nuevo modo de vivir que surge del Evangelio. Una cultura de la dignidad humana para todos con libertad, con verdad y con apertura a Dios. Tomando inspiración en unas palabras de San Vicente Mártir, pronunciadas durante su martirio, considero que la libertad y dignidad de cada persona humana, sus derechos innatos fundamentales, la verdad de la vida y de la familia no podemos simplemente “susurrarla”. Debemos proclamar la Cultura del Amor alto y claro. Este es el horizonte de progreso irrenunciable. Que ésta sea hoy la inspiración de todos los que buscamos hacer una sociedad mejor.

Con mi bendición y afecto,

Aceptación social del aborto "es uno de los dramas mayores de nuestra época"

MADRID, 19 Feb. 09 (ACI/Europa Press).-El Secretario General de la Conferencia Episcopal Española (CEE), Mons. Juan Antonio Martínez Camino, afirmó hoy que la aceptación social del aborto "es uno de los dramas mayores del siglo XX" al tiempo que reiteró que "eliminar una vida inocente es un mal absoluto".

En la rueda de prensa posterior a la reunión de la Comisión Permanente de la CEE, se preguntó "cómo es posible que no se le reconozca el derecho a la vida" si bien se reconocen derechos patrimoniales "al que va a nacer". "Cuanto la ley menos protege este derecho, más injusta será y menos carácter de ley tendrá", aseveró el también Obispo Auxiliar de Madrid.

Asimismo, calificó al aborto como un "acto intrínsicamente malo" y que además "viola muy gravemente la dignidad de un ser humano inocente, quitándole la vida". "Una sociedad que no asegura la vida de los no nacidos es una sociedad que vive en una seria violencia interna", agregó.

El Prelado abogó "por reaccionar ante la propaganda que presenta el aborto engañosamente como una intervención quirúrgica o farmacológica más, higiénica y segura" al tiempo afirmó que el aborto "hiere gravemente la dignidad de quienes lo cometen, dejando profundos traumas psicológicos y morales".

"La Iglesia –continuó tras reiterar que esta práctica es 'un detestable acto de violencia'–- alerta ante la gravedad del aborto determinando la excomunión para todos aquellos que colaboren como cómplices necesarios en su realización efectiva".

Por otra parte, el Obispo reclamó que es "un deber de estricta justicia" prestar apoyo a la mujer personal, económico y social "que merece la maternidad como valiosísima aportación al bien común".

"Por desgracia, las mujeres gestantes, abandonadas a su propia suerte o incluso presionadas para eliminar a su hijo, acuden al aborto como autoras y víctimas a la vez de esta violencia", concluyó.

Contra "esta" EpC

Por otra parte, y a raíz de la publicación esta semana de las sentencias del Tribunal Supremo relativas a la asignatura de Educación para la Ciudadanía (EpC), Mons. Martínez Camino reiteró que "el Estado no puede suplantar a la sociedad como educador de la conciencia moral". "Su obligación –dijo– es promover y garantizar el ejercicio del derecho a la educación por aquellos sujetos a quienes corresponde tal función".

En este sentido, afirmó que con EpC "el Estado se arroga un papel de educador moral que no es propio de un Estado democrático de derecho", además de considerar que con la asignatura se pretende "imponer la ideología de género y el relativismo moral". Y tras mostrarse a favor de "otra" Educación para la Ciudadanía, afirmó que "ésta es inaceptable".

Según el portavoz del Episcopado, el Estado "se convierte en formación estatal y obligatoria de las conciencias" al tiempo que afirmó que esta circunstancia "viola el derecho de los padres a elegir la educación moral y religiosa de sus hijos".

sábado, 14 de febrero de 2009

Cultura debe hacer al hombre cada vez más humano, dice Cardenal García-Gasco

VALENCIA, 12 Feb. 09.-El Administrador Apostólico de Valencia, Cardenal Agustín García-Gasco, señala en su acostumbrada carta semanal que la cultura debe servir al hombre haciéndolo cada vez más humano, sin caer en el riesgo del relativismo cultural que lo agrede.

En la misiva titulada "Cultura al servicio del hombre", el Purpurado resalta que "la cultura es una característica propia del ser humano que nos diferencia de forma radical del resto de seres de la creación. La cultura tiene una importancia decisiva y esencial para la perfección integral de la persona y el bien de toda la sociedad".

Seguidamente el Cardenal precisa que "el respeto a las expresiones culturales no debe confundirse, sin embargo, con un relativismo cultural: las expresiones culturales, lejos de ser absolutos inmunes a la crítica, pueden ser valoradas y enjuiciadas por su contribución al bien de las personas y al bien de la sociedad".

"Costumbres y modos de vivir que contradigan la dignidad del ser humano, varón y mujer, y sus derechos fundamentales, son negativos y empobrecen a la sociedad. El descuido de la dimensión ética de la cultura la transforma con facilidad en un instrumento de empobrecimiento de las personas y de su convivencia social".

El Arzobispo también precisa luego que "son muy positivas las manifestaciones culturales que mantienen una actitud de apertura, tanto a las otras culturas, como al progreso científico y social. De una manera más decisiva, las culturas que se abren a Dios y a la Buena Nueva del Evangelio renuevan su fe y su esperanza en la dignidad del ser humano".

"La cultura es un campo privilegiado de presencia para la Iglesia y para cada cristiano. La separación entre la fe cristiana y la cultura empobrece a la Iglesia pero también a toda la sociedad y a cada persona. En la actualidad, el economicismo, el estilo de vida consumista encerrado en la sobreabundancia de medios; y la exaltación de la apariencia, desembocan en una cultura de lo efímero que devalúa al propio ser humano como mero sujeto de consumo irracional".

Finalmente el Cardenal García-Gasco alienta a los fieles a utilizar su "originalidad, su técnica y conocimientos al servicio del plan de Dios que no es otro que el amor al prójimo. En manos de todos está extender la civilización del Amor".

martes, 10 de febrero de 2009

Mensaje del Papa para la Jornada Mundial del Enfermo

La Iglesia debe estar cercana a los niños enfermos y sus familias

CIUDAD DEL VATICANO, domingo 8 de febrero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el Mensaje del Papa Benedicto XVI con motivo de la 17 Jornada Mundial del Enfermo, y que ayer hizo público la Santa Sede (11 de febrero próximo), y que este año se celebrará a nivel diocesano.

Queridos hermanos y hermanas,
la Jornada Mundial del Enfermo, que se celebra el próximo 11 de febrero, memoria litúrgica de la Beata María Virgen de Lourdes, verá a las comunidades diocesanas reunirse con sus propios obispos en momentos de oración para reflexionar y decidir iniciativas de sensibilización sobre la realidad del sufrimiento. El Año Paulino, que estamos celebrando, ofrece la ocasión propicia para detenernos a meditar con el apóstol Pablo sobre el hecho de que, “así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación” (2 Cor 1,5). La unión espiritual con Lourdes nos trae además a la mente la maternal solicitud de la Madre de Jesús por los hermanos de su Hijo “aún peregrinos y puestos en medio de peligros y afanes, hasta que no seamos conducidos a la patria bendita” (Lumen gentium, 62).

Este año nuestra atención se dirige particularmente a los niños, las criaturas más débiles e indefensas y, entre estos, a los niños enfermos y sufrientes. Hay pequeños seres humanos que llevan en su cuerpo las consecuencias de enfermedades invalidantes, y otros que luchan con males hoy aún incurables a pesar del progreso de la medicina y la asistencia de buenos investigadores y profesionales de la salud. Hay niños heridos en su cuerpo y en su alma cono consecuencia de conflictos y guerras, y otros víctimas del odio de personas adultas insensatas. Hay “niños de la calle”, privados del calor de una familia y abandonados a sí mismos, y de menores profanados por gente abyecta que viola su inocencia, provocando en ellos una herida psicológica que les marcará para el resto de sus vidas. No podemos tampoco olvidar el incalculable número de menores que mueren a causa de la sed, del hambre, de la carencia de asistencia sanitaria, como también los pequeños exiliados y prófugos de su propia tierra con sus padres en búsqueda de mejores condiciones de vida. De todos estos niños se eleva un silencioso grito de dolor que interpela a nuestra conciencia de hombres y de creyentes.

La comunidad cristiana, que no puede permanecer indiferente ante tan dramáticas situaciones, advierte el imperioso deber de intervenir. La Iglesia, de hecho, como he escrito en la encíclica Deus caritas est, “es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario” (25, b). Auguro por tanto, que también la Jornada Mundial del Enfermo ofrezca la oportunidad a las comunidades parroquiales y diocesanas de tomar cada vez más conciencia de ser “familia de Dios”, y las anime a hacer perceptible en los pueblos, en los barrios y en las ciudades el amor del Señor, que pide “que en la misma Iglesia, en cuanto familia, ningún miembro sufra porque pasa necesidad” (ibid.). El testimonio de la caridad formar parte de la vida misma de cada comunidad cristiana. Y desde el principio la Iglesia ha traducido en gestos concretos los principios evangélicos, como leemos en los Hechos de los Apóstoles. Hoy, dadas las nuevas situaciones de la asistencia sanitaria, se advierte la necesidad de una más estrecha colaboración entre los profesionales de la salud que trabajan en las distintas instituciones sanitarias y las comunidades eclesiales presentes en su territorio. En esta perspectiva se confirma en todo su valor una institución relacionada con la Santa Sede, como es el Hospital Pediátrico Niño Jesús, que celebra este año sus 140 años de vida.

Pero hay más. Dado que el niño enfermo pertenece a una familia que comparte su sufrimiento a menudo con graves impedimentos y dificultades, las comunidades cristianas no pueden dejar de hacerse cargo también de ayudar a los núcleos familiares afectados por la enfermedad de un hio o de una hija. A ejemplo del “Buen Samaritano” es necesario que se incline hacia las personas tan duramente probadas y les ofrezca el apoyo de una solidaridad concreta. De este modo, la aceptación y el compartir del sufrimiento se traduce en un apoyo útil a las familias de los niños enfermos, creando dentro de ellas un clima de serenidad y esperanza, y haciendo sentir a su alrededor una familia más vasta de hermanos y hermanas en Cristo. La compasión de Jesús por el llanto de la viuda de Naím (cfr Lc 7,12-17) y por la implorante súplica de Jairo (cfr Lc 8,41-56) constituyen, entre otros, algunos puntos de referencia para aprender a compartir los momentos de pena física y moral de tantas familias probadas. Todo esto presupone un amor desinteresado y generoso, reflejo y signo del amor misericordioso de Dios, que nunca abandona a sus hijos en la prueba, sino que siempre les proporciona admirables recursos de corazón y de inteligencia para ser capaces de afrontar adecuadamente las dificultades de la vida.

La dedicación cotidiana y el compromiso sin descanso al servicio de los niños enfermos constituyen un elocuente testimonio de amor por la vida humana, en particular por la vida de quien es débil y en todo y por todo dependiente de los demás. Es necesario afirmar con vigor la absoluta y suprema dignidad de toda vida humana. No cambia, con el transcurso del tiempo, la enseñanza que la Iglesia proclama incesantemente: la vida humana es bella y debe vivirse en plenitud también cuando es débil y está envuelta en el misterio del sufrimiento. Es a Jesús crucificado a quien debemos dirigir nuestra mirada: muriendo en la cruz Él ha querido compartir el dolor de toda la humanidad. En su sufrimiento por amor entrevemos una suprema coparticipación en las penas de los niños enfermos y de sus padres. Mi venerado Predecesor Juan Pablo II, que desde la aceptación paciente del sufrimiento ha ofrecido un ejemplo luminoso especialmente en el ocaso de su vida, escribió: “Sobre la cruz está el 'Redentor del hombre', el Varón de dolores, que ha asumido en sí mismo los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor podamos encontrar el sentido salvífico de su dolor y respuestas válidas a todos sus interrogantes” (Salvifici doloris, 31).

Deseo aquí expresar mi aprecio y ánimo a las Organizaciones internacionales y nacionales que se ocupan del cuidado de los niños enfermos, particularmente en los países pobres, y con generosidad y abnegación ofrecen su contribución para asegurarles cuidados adecuados y amorosos. Dirijo al mismo tiempo un urgente llamamiento a los responsables de las naciones para que se potencien leyes y reglamentos a favor de los niños enfermos y de sus familias. Siempre, pero aún más cuando está en juego la vida de los niños, la Iglesia, por su parte, está dispuesta a ofrecer su cordial colaboración en el intento de transformar toda la civilización humana en “civilización del amor” (cfr Salvifici doloris, 30).

Concluyendo, quisiera manifestar mi cercanía espiritual a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, que sufrís cualquier enfermedad. Dirijo un afectuoso saludo a cuantos os asisten: a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los agentes sanitarios, a los voluntarios y a todos aquellos que se dedican con amor a cuidar y a aliviar los sufrimientos de quien está luchando con la enfermedad. Un saludo muy especial para vosotros, queridos niños enfermos y sufrientes: el Papa os abraza con afecto paterno junto con vuestros padres y familiares, y os asegura un especial recuerdo en la oración, invitándoos a confiar en la ayuda maternal de la Inmaculada Virgen María, que en la pasada Navidad hemos contemplado una vez más mientras abraza con alegría entre los brazos al Hijo de Dios hecho niño. Al invocar sobre vosotros y sobre todos los enfermos la protección maternal de la Virgen Santa, Salud de los Enfermos, os imparto de corazón a todos una especial Bendición Apostólica.

En el Vaticano, a 2 de febrero de 2009


BENEDICTUS PP.XVI

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]

miércoles, 4 de febrero de 2009

Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2009

"Jesús, después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre"


CIUDAD DEL VATICANO, martes, 3 de febrero de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito Benedicto XVI para la Cuaresma 2009 que lleva por título "Jesús, después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mateo 4, 2).


¡Queridos hermanos y hermanas!

Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor ! la oración, el ayuno y la limosna ! para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, "ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos" (Pregón pascual). En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: "Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.

Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar. Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio" (Gn 2, 16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que "el ayuno ya existía en el paraíso", y "la primera orden en este sentido fue dada a Adán". Por lo tanto, concluye: "El ‘no debes comer' es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia" (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163, 98). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al pueblo reunido a ayunar "para humillarnos ! dijo ! delante de nuestro Dios" (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo: "A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos" (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y les perdonó.

En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que "ve en lo secreto y te recompensará" (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que "no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el "alimento verdadero", que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden del Señor de "no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal", con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia.

La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del "viejo Adán" y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: "El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica" (Sermo 43: PL 52, 320, 332).

En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una "terapia" para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios. En la Constitución apostólica Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no "vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos" (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).

La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía "retorcidísima y enredadísima complicación de nudos" (Confesiones, II, 10.18), en su tratado La utilidad del ayuno, escribía: "Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura" (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.

Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: "Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (3,17). Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. encíclica Deus caritas est, 15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño. Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.

Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: "Utamur ergo parcius, / verbis, cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia - Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención".

Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. encíclica Veritatis Splendor, 21). Por lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Beata Virgen María, Causa nostræ laetitiæ, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en "tabernáculo viviente de Dios". Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 11 de diciembre de 2008

BENEDICTUS PP. XVI