(de Alejandro Pérez Garza)
Hace un par de años descubrieron la tumba del penúltimo emperador azteca. Cuenta la leyenda que el esplendor de este hombre era tal que para inaugurar el nuevo templo al dios Huitzilopochtli sacrificó a 20,000 hombres en sus altares de piedra recién tallada. ¡20,000 hombres! A nosotros nos parece una barbaridad y sin embargo en la antigüedad pasaba como algo normal.
Antes el hombre estaba expuesto a los fenómenos naturales: la violencia de los huracanes, el viento desgarrador, el frío, el hielo, el sol. El poder inefable de la naturaleza era un opresor divino más fuerte que él. Las bestias más salvajes o los insectos más pequeños, podían ser mortales para aldeas enteras.
Con el progreso de las civilizaciones primitivas, la guerra tomó un rostro, la lluvia asumió un cuerpo, el sol se personificó y de la potencia amorfa de la naturaleza nacieron los dioses. Ellos gobernaban todos los ámbitos de la vida y, a cambio de la prosperidad, exigían sangre humana.
En el esplendor de la cultura griega, el sacrificio humano se superó, pero los dioses sobrevivieron. Surgieron hombres eminentes, sabios de la antigüedad que –así parecía– darían al hombre el lugar central que le pertenecía. ¿Pero quiénes eran estos sabios? Su sabiduría consistía en escrutar el cielo y descubrir las leyes de la astrología: ¡precisamente en descubrir que el hombre no era más que un títere de las estrellas!
Ante todo esto, el hombre parecía muy poca cosa Tan sólo un metro y medio de carne mortal que, al cabo de unos años, pagaba su tributo a la naturaleza y moría: reducido por la naturaleza, castigado por los dioses o dominado por los astros.
El día de hoy esto nos resulta más bien lejano, casi como si fuera irreal o materia de leyendas solamente. Y es que estamos acostumbrados a la historia. Y sin embargo fue un sencillo evento histórico el que dio lugar a la revolución más grande de todos los tiempos. Ninguna persona ni ningún país, nada absolutamente de lo que existe, ni siquiera los planetas ni las estrellas se escaparon a su impacto. El universo entero fue desplazado y al centro de todo se entronizó el hombre –o mejor– un hombre. ¿Quién es ese hombre? Se llama Jesucristo.
Con el nacimiento de Cristo, la naturaleza calló, los ídolos se arrodillaron ante un hombre y los astros lo celebraron dándolo a conocer hasta los confines del Oriente. El “Evento Cristo” significa que el hombre ha sido elevado más alto que los ángeles. ¡Tanto así que Dios mismo no desdeñó encarnarse! El hombre como lo conocemos en la cultura occidental, es y se sabe valor entre valores. Él es, como muchas otras facetas de occidente, fruto del cristianismo.
Y nos sorprende que nos podamos acostumbrar a esto, pero, ¡cuánto ha cambiado el mundo desde el penúltimo emperador azteca! A base de repetición, la “libertad de los hijos de Dios” nos suena a sonsonete de predicador dominguero, o a lo mucho, a teoría bonita que siempre cabe en una homilía cualquiera. Sin embargo, la liberación del cristianismo es en verdad bien práctica.
Todo hombre de cultura occidental sabe que no lo van a sacar de su casa para inmolarlo al dios del hielo en petición de un invierno benigno. Todo padre puede estar seguro de que su hijo no nacerá para ser marginado de antemano por el mero hecho de nacer en la casta de los despreciados de dios. Cualquier hombre o mujer pueden vestir como quieran, peinarse como deseen, hablar como les venga en gana y esperar que la sociedad le respete simple y sencillamente porque es un hombre.
Ese hombre, el que es libre, dueño de sus actos, que puede llamar a Dios “Padre”, no el otro que vivía en el terror de los ídolos que adoraba, se lo debemos a aquella revolución. Él es el hombre después de la Navidad. Por eso, que este año nuestro “¡Feliz Navidad!” signifique “Te aprecio porque eres hombre y porque Cristo se hizo como tú.” Bien mirada, la Navidad es el antídoto para muchos problemas de la humanidad de hoy.